Me llamo Raquel, soy española, concretamente de Barcelona. Hace siete años mi vida cambió y esta es mi historia:
Todo empezó con un simple dolor de espalda, muy lógico en una mujer de 45 años que únicamente se desprendía de sus tacones para correr sobre el asfalto durante horas. Tenía calor, sudaba más de lo normal, ni siquiera me plantee que eso podía ser un problema. Adelgacé, la dieta funcionaba, ¡volvía a entrar en mis viejos tejanos!
No fue hasta que el cansancio se apoderó de mi cuerpo que acudí al médico. Unos análisis justificaron esa fatiga: tenía anemia, algo normal en una persona vegetariana, decían. Empecé a encontrarme mal pero no era buen momento ya que tenía un familiar con una enfermedad grave y un nuevo proyecto profesional. Ahora no podía fallarme mi cuerpo. Ingresé en urgencias un ocho de enero, apenas podía respirar. La doctora me preguntó: «¿Sabes que es un linfoma?» Respiré aliviada. El linfoma es un cáncer que suele tener buen pronóstico. El cáncer en general no me asustaba, mi abuelo, mi madre, mi amigo y mi vecino del cuarto, han superado esta enfermedad. Yo mujer joven y deportista también me curaría. Incluso aprovecharía este parón profesional para escribir ese libro infantil que hace años empecé en una clase de matemáticas.
O estudiaría inglés, mi asignatura pendiente. Quizá podría volver a pintar. Tres semanas después del diagnóstico acudía por primera vez a la sala de hematología. Estaba tranquila, no me esperaba lo que estaba a punto de ocurrir. No podía llegar a imaginar que a partir de ese día nada volvería a ser igual. La joven doctora con voz cantarina me informó que tenía un linfoma folicular grado 3 A estadio IV.
Me mostró el PET donde se podía ver que el linfoma estaba extendido por todo el cuerpo. La hematóloga, sin parpadear, pronunció esa palabra que tanto dolió. Mi linfoma era incurable. Soy una persona positiva, tanto es así que en un primer instante pensé que se había equivocado de paciente. El tiempo se paralizó, ahora esa voz cantarina se escuchaba lejana. Todo lo que estaba a mi alrededor desapareció y caí en el abismo.
Dejé aquella consulta sin apenas entender nada. «¿Cómo se vive con un linfoma folicular?», «¿Cómo voy a vivir con un cáncer toda mi vida?»
No recuerdo cuándo fue ni porqué, tal vez los ojos cálidos y verdes de mi pareja permitieron que pudiera perderme en ellos durante un instante, sus manos sujetándome fuerte, la sonrisa eterna de mi hija y las palabras sabias de mi hijo o tal vez ayudó el bullicio y la alegría de mi ciudad junto a ese olor a mar que inundaba mi casa recordando una vida que estaba a punto de desaparecer. Ese mismo día fui consciente de que el tiempo únicamente se había paralizado para mí, la vida continuaba y no me iba a esperar. Me prometí que aprovecharía cada segundo en ser feliz, no quería dramas.
El tratamiento consistió en seis ciclos de R chop, los cuales me permitieron llegar a remisión completa.
Nueve meses después era una persona feliz. Había aceptado la enfermedad como parte de mi vida. Las recaídas son difíciles de gestionar a nivel psicológico por eso tuve mucha suerte con mi nuevo hematólogo que hizo que me centrara en la parte positiva. Era una mujer joven, con buena salud en general y podía optar a un tratamiento durante tres meses que consistió en 24 horas de quimioterapia durante cinco días seguidos e inmunoterapia. Si todo iba bien al finalizar el tratamiento me harían un autotrasplante. Después de mucho hospital, transfusiones de sangre, plaquetas y ambulancias, la enfermedad no había desaparecido. No podía creer que esto me estuviera pasando a mí. Los médicos fueron sinceros conmigo, iban a continuar con el autotrasplante pero la probabilidad de recaída temprana aumentaba. Por primera vez me permití un poco de drama. Recordé la promesa que me había hecho al principio, así que el día que ingresé en el hospital lo hice con la mejor de mis sonrisas.
Es curioso ahora lo que más recuerdo de esa primera recaída son todos aquellos compañeros y profesionales que conocí en las eternas jornadas hospitalarias. Ellos me enseñaron a vivir con esta enfermedad, a pintar esos días grises en mil colores.
Dieciocho meses libre de enfermedad. La segunda fue la peor. Me encontraba muy mal y todo parecía indicar que el linfoma se había transformado, pero no fue así, continuaba siendo el mismo. En aquellos momentos lo que más miedo me daba era tener miedo, ese pánico que te ahoga y paraliza… pensar en el futuro me aterrorizaba. Aprendí a vivir sin pensar en el mañana.
Me propusieron un ensayo clínico del que me rechazaron enseguida por tener las plaquetas bajas. Los médicos entonces apostaron por tratarme con Obinutuzumab sumado a Bendamustina y después hacerme un alotrasplante, pero la sanidad española no aprobó la financiación del Obinutuzumab por recortes presupuestarios ¡Habían puesto precio a mi vida!, reclamé. Estaba desesperada y me sentía abandonada por la sociedad. Expliqué mi situación en redes sociales y cientos ¡NO! miles de personas reclamaron y se enfadaron conmigo. No estaba sola… Nunca me he sentido tan acompañada y querida como en aquel momento de desesperación.
Cuando todo parecía que iba mal, que el tratamiento no funcionaba, me hicieron un PET. Lo imposible se había hecho posible. Había logrado librarme de la enfermedad. Lloré de emoción como lo había hecho semanas antes cuando una llamada me confirmó que tenía una donante con un 90% de compatibilidad, mi hija, aquel bebé que tuve siendo demasiado joven tras las miradas de los que consideraban que era una locura.
En otoño de 2019 las células de mi hija recorrieron mi cuerpo. La ciencia me daba una segunda oportunidad. El cáncer llegó a mi vida como un tsunami arrasando todo aquello que encontró por delante. Perdí mi casa, mi empresa, familiares y muchos de los sueños de mis hijos, pero no pudo robar mi alegría y pasión por la vida.
No escribí un libro, el inglés continúa siendo mi asignatura pendiente y aquel lienzo sigue en blanco esperando que un impoluto pincel se deslice sobre él. Ahora mientras me tomo un café rápido en una cafetería de una ciudad poco bulliciosa que no huele a mar, mientras me retoco el carmín rojo de mis labios, tal y como le prometí a una amiga que siempre haría, siento que, a pesar de todo, soy feliz. Descubrí una nueva vocación, ayudar a personas vulnerables en una ONG, sin olvidarme de aquellos compañeros que un día llegan a preguntarse cómo se vive con un linfoma folicular.
Este es el verdadero motivo de porque me podéis encontrar activa en redes sociales, acudiendo a medios de comunicación para intentar hacer visible una enfermedad invisible en esta sociedad. Soy también una de las administradoras del grupo de ayuda “Linfoma Folicular, Unidos por un sueño”. No me cansaré nunca de reclamar más investigación para más vida. Que todos los pacientes tengan acceso a los mejores tratamientos. Que no pongan precio a nuestras vidas. Que nadie se sienta solo. Por último, recordad coleccionar muchos instantes de felicidad. No os olvidéis nunca de VIVIR.